viernes, julio 12, 2013

BIENVENIDO EL RECIÉN LLEGADO y AVISO

Esta serie de 15 artículos fueron escritos entre el 2002 y el 2004.  Actualmente publico en el blog Siguiendo al Papa Francisco. La predicación viva, directa y sencilla del Papa Francisco me lleva a considerar buenos estos artículos publicados hace varios años. En el nuevo blog Siguiendo al Papa Francisco procuro difundir, de un modo mucho más sencillo,  lo que el Papa actual está diciendo.

domingo, octubre 31, 2004

La Eucaristía fuera y dentro de nosotros

Sumario: 1) Inmanencia y trascendencia de Dios respecto al hombre. 2) La “perichoresis” entre las Personas Divas de la Santísima Trinidad. 3) Nuestra inserción en la Trinidad a través de Cristo. 4) Maestro, ¿dónde moras? 5) La Eucaristía celebrada en la Iglesia. 6) Delante del Sagrario. 7) La Humanidad de Cristo contemplada en la fe. 8) El ánima ecclesiática de San Agustín. 9) Imaginación y realidad sobrenatural



1) Inmanencia y trascendencia de Dios respecto al hombre

Recuerdo una conversación que mantuve con el joven conductor de un taxi. Intentaba aquél muchacho explicarme cómo se dirigía a Dios mientras conducía el vehículo por las calles de Madrid. “Mire Vd: ¿sabe lo que hago? Le hablo a Dios con toda sencillez para pedirle ayuda en determinados momentos...Como está allá arriba, yo le hablo muy alto; no levanto la voz, porque me tomarían por loco, pero “desde dentro” le hablo muy fuerte para que me oiga bien”. Aquél hombre no era consciente, probablemente, de la hondura que encerraba su testimonio. Con gran sencillez había descrito la transcendencia de Dios respecto al hombre y, al mismo tiempo, su inmanencia en el corazón humano. San Agustín buscando a Dios llegó a resolver esa aparente contradicción entre Dios fuera de mí y Dios dentro de mí: ¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían[1] El encuentro con el Dios buscado lo formuló el Obispo de Hipona con esa frase imposible de traducir bien a ninguna lengua: tu autem eras interior intimo meo et superior summo meo[2]. Quizá podríamos aproximarnos a su sentido original latino con algo parecido: tú estabas dentro de lo más íntimo de mí y por encima de lo más alto de mí. Tú eres más íntimo a mí de lo que to mismo lo soy respecto a mí y, al mismo tiempo, me excedes en altura por alto que yo pueda subir dentro de mí. No hay autor verdaderamente espiritual que no se expresa en esos términos de interioridad: Busca a Dios en el fondo de tu corazón limpio, puro; en el fondo de tu alma cuando le eres fiel, ¡y no pierdas nunca esa intimidad! -Y, si alguna vez no sabes cómo hablarle, ni qué decir, o no te atreves a buscar a Jesús dentro de ti, acude a María, «tota pulchra» -toda pura, maravillosa-, para confiarle: Señora, Madre nuestra, el Señor ha querido que fueras tú, con tus manos, quien cuidara a Dios: ¡enséñame -enséñanos a todos a tratar a tu Hijo![3] En esta última frase se menciona expresamente a Jesús (“no te atreves a buscar a Jesús dentro de tí”) y, en este sentido, la via de la interioridad de Agustín está orientada hacia el trato con el Dios humanado, con Cristo Jesús. Éste es un paso distinto al de la relación sólo con Dios puesto que se incluye también a la Humanidad Santísima de Cristo.

La intimidad de Dios a su criatura es, hasta cierto punto, comprendida por la razón y la libertad. Dios nos da el ser y nos mantiene en el ser; Dios pone en nosotros el principio de toda operación y así obra en nosotros y a través de nosotros respetando nuestra libertad. Todo, por otra parte, está patente y desnudo ante su mirada penetrante. A la comunicación interior con Dios estamos llamados todos los seres humanos. Como dice A. Orozco: Dios no es yo; yo no soy Dios. Pero Dios no es «el Otro», lejano, inasequible, inescrutable. Dios, como dijo lapidariamente San Agustín, es Aquél que me es más íntimo que yo mismo (San Agustín, Confesiones, cap. VI). Yo soy más suyo que de mí mismo. No es necesario «salir a» buscarle, basta centrar el pensamiento, con toda sencillez -sin necesidad de ejercicios psicológicos estrambóticos ni de «meditaciones trascendentales»-, en la propia conciencia, para conversar con Él, con una intimidad tal que no se puede alcanzar con ninguna otra persona.[4] Hay, sin embargo, otro centro de convergencia privilegiado entre Dios y el hombre y ese centro de la Humanidad de Cristo. A ese centro, lugar de encuentro y de admirable intercambio (admirabile commercium[5]) entre Dios y el hombre nos referimos en este artículo.

2) La “perichoresis” entre las Divinas Personas de la Santísima Trinidad

La relación más perfecta de inmanencia y de transcendencia recíproca se da entre las Personas de la Santisima Trinidad. En Dios, la alteridad (el tú permanente) lejos de ser una imperfección es la máxima de las perfecciones[6]. Dios es llamado Amor por San Juan porque consiste en una relación permanente entre Personas de tal modo que el Otro es siempre fruto de una entrega completa de un Yo, de un Nosotros. Necesariamente toda la comprensión posible del misterio de Cristo y de la vida cristiana nace del conocimiento de la Trinidad y sin referirnos a la Trinidad toda reflexión sobre nuestra fe es pobre, limitada, moralizante y sentimental. Son muy conocidas expresiones como la del filósofo E. Kant, quien escribió que "el dogma de la Trinidad no significa nada en la práctica". O la del teólogo K. Rahner, quien señalaba que si se eliminase la Trinidad de los libros de teología, nada cambiaría en el pensamiento ni en la vida de los cristianos. Como dice B. Forte, se trata de afirmaciones tremendas, si se piensa que Dios Uno y Trino constituye "el misterio central de la fe y de la vida cristiana", en palabras del Catecismo de la Iglesia Católica y es convicción compartida por todas las Iglesias cristianas. Tampoco sin la Trinidad podemos entender algo de Jesucristo y del Amor que se encierra en su Corazón humano. Siempre nos encontraremos con un misterio del Yo y el Tú donde el Amor respeta la alteridad y la ama: el misterio de un amor insondable, a cuya esencia pertenece el unir cosas distintas de tal modo que se respete la distinción; es que el amor, en definitiva, es la incomprensible unidad de dos que, continuando distintos, no pueden, sin embargo, estar el uno sin el otro en su recíproca libertad.[7] Entre las Personas Divinas se da una recíproca interioridad perfecta, llena de vida y amor. Los Padres griegos llaman a esa comunión íntima de vida y amor “perichoresis” y la conciben como una especie corriente circular que mantiene unidas perfectamente a las Tres divinas Personas sin que sufra menoscabo la identidad personal de cada divina Persona. En ese Misterio se esconden, al mismo tiempo, el máximo de Unidad y el máximo de Alteridad . Pues bien, en Cristo, la Persona del Verbo vive esa singular relación con el Padre y con el Espíritu Santo a través de su Humanidad Santísima. Esto quiere decir que la filiación eterna del Verbo se expresa en el Abba! de un corazón humano y que la paternidad eterna de Dios se expresa en el “Tú eres mi Hijo” del Jordán y del Tabor. Simultáneamente eso quiere decir que la relación paterno-filial del Padre y del Hijo se da en el Espíritu Santo y que el Espíritu Santo enviado a los hombres procede del Padre y de Cristo muerto y resucitado.

3) Nuestra inserción en la Trinidad a través de Cristo

Nuestra inserción en la vida divina (que es Vida de Tres) se realiza siempre a través de la Humanidad de Cristo; se realiza siempre porque así lo ha dispuesto Dios en su eterno designio de salvación del género humano. Lo confesamos en el Símbolo de la fe cuando decimos de Cristo que por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, y por obra del Espíritu Santo nació de Santa María Virgen, se encarnó de María, la Virgen,y se hizo hombre[8]. Es decir, proclamamos que la Encarnación ha acontecido propter nostram salutem, para nuestra salvación, para nuestra salud eterna. La Humanidad de Cristo es el instrumento universal de salvación. [9] Esta doctrina ha sido notablemente remarcada en la Carta Dominus Iesus: debe ser firmemente creída la doctrina de fe sobre la unicidad de la economía salvífica querida por Dios Uno y Trino, cuya fuente y centro es el misterio de la encarnación del Verbo. Tal afirmación central puede ir flanqueada por dos asertos excluyentes que se contienen en la misma Carta: 1) no es compatible con la doctrina de la Iglesia la teoría que atribuye una actividad salvífica al Logos como tal en su divinidad, que se ejercitaría « más allá » de la humanidad de Cristo, también después de la encarnación, y 2) Hay también quien propone la hipótesis de una economía del Espíritu Santo con un carácter más universal que la del Verbo encarnado, crucificado y resucitado. También esta afirmación es contraria a la fe católica, que, en cambio, considera la encarnación salvífica del Verbo como un evento trinitario[10]
La centralidad de Cristo, Verbo encarnado, significa que nuestra relación con Dios Uno y Trino “pasa” siempre por la Humanidad de Cristo. Quizá podamos mejorar lo dicho. Es la Trinidad misma quien se nos a través de la Humanidad de Cristo. Y nuestra respuesta de un modo u otro, siempre es respuesta dada a Jesús.

4) Maestro ¿dónde moras?”
También hoy podemos hacerle a Jesús la misma pregunta que le hicieron, al conocerle, Juan y Andrés [11]. A esa pregunta el Señor nos responde: en mi Iglesia. El lugar de esa Presencia siempre actual de Cristo, en su totalidad de Persona y Acontecimiento, es su Iglesia. Incluso tendríamos que añadir más, precisar mejor. No se trata de una existencia de la Iglesia como un lugar previo a donde se traslada el Señor; no se ha dado nunca una Iglesia “vacia” que, a partrir de un momento dado, es “ocupada” por Cristo. La Iglesia no es propiamente un recipiente que llega a ser morada de Jesús. En su última realidad la Iglesia consiste en la presencia de Cristo en sus fieles; por tanto, Cristo mismo hace a la Iglesia cuando se establece en el corazón de los suyos. Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?[12], dice Jesús a Pablo identificándose con los cristianos perseguidos. Una vez más hemos de citar la Carta Dominus Iesus para evitar toda disociación entre Cristo y su Iglesia: El Señor Jesús, único salvador, no estableció una simple comunidad de discípulos, sino que constituyó a la Iglesia como misterio salvífico: Él mismo está en la Iglesia y la Iglesia está en Él (cf. Jn 15,1ss; Ga 3,28; Ef 4,15-16; Hch 9,5); por eso, la plenitud del misterio salvífico de Cristo pertenece también a la Iglesia, inseparablemente unida a su Señor. Jesucristo, en efecto, continúa su presencia y su obra de salvación en la Iglesia y a través de la Iglesia (cf. Col 1,24-27),[13] que es su cuerpo (cf. 1 Co 12, 12-13.27; Col 1,18).[14] Y así como la cabeza y los miembros de un cuerpo vivo aunque no se identifiquen son inseparables, Cristo y la Iglesia no se pueden confundir pero tampoco separar, y constituyen un único “Cristo total”.[15] Esta misma inseparabilidad se expresa también en el Nuevo Testamento mediante la analogía de la Iglesia como Esposa de Cristo (cf. 2 Cor 11,2; Ef 5,25-29; Ap 21,2.9). [16]
Sabemos que esa presencia de Cristo es simultánea con la presencia de la Trinidad en los fieles. Hemos de añadir, sin embargo, que nunca tendríamos una certeza de pertenecer a la Iglesia de Cristo si no existieran unos criterios externos que nos impiden en caer en un subjetivismo peligroso cuando no cargado de angustía. La Iglesia es una realidad extra nos que nos precede, nos acompaña, nos acoge, nos guía. En la Const. Apost. Bonus Pastor se recuerda que "a esta sociedad de la Iglesia están incorporados plenamente quienes, poseyendo el Espíritu de Cristo, aceptan la totalidad de su ordenamiento y todos los medios de salvación establecidos en ella, y en su cuerpo visible están unidos con Cristo, el cual la rige mediante el Sumo Pontífice y los obispos, por los vínculos de la profesión de fe, de los sacramentos, del régimen eclesiástico y de la comunión".[17] Intra nos el Espíritu Santo nos introduce en la comunión con Cristo y, a través de Cristo, con el Padre y con todos nuestros hermanos. Empleando una terminología tradicional esa realidad interior es la res tantum causada instrumentalmente por el sacramento de la Iglesia. Pertenecen también a esa realidad intra nos la obediencia a Cristo, la fe, la esperanza, la caridad, la comunión afectiva y efectiva respecto a nuestros hermanos.

5) La Eucaristía celebrada en la Iglesia

Dentro de la Iglesia encontramos a Cristo en la Eucaristía como en una cima, como en una fuente. No hay Iglesia sin Eucaristía, como tampoco hay Eucaristía sin Iglesia. Sabemos que la Presencia del único Cristo, que abarca como en un haz todos los momentos de su Acontecimiento, se da de diversas maneras. La Encíclica Mysterium fidei de Pablo VI enumeró una serie de situaciones que las que Cristo nos sale al encuentro para establecer un orden al compararlas con la singularísima presencia de Cristo en la Sagrada Eucaristía. Estas varias maneras de presencia llenan el espíritu de estupor y dan a contemplar el misterio de la Iglesia. Pero es muy distinto el modo, verdaderamente sublime, con el cual Cristo está presente a su Iglesia en el Sacramento de la Eucaristía, que por ello es, entre los demás sacramentos, el más dulce por la devoción, el más bello por la inteligencia, el más santo por el contenido; ya que contiene al mismo Cristo y es como la perfección de la vida espiritual y el fin de todos los sacramentos.
Tal presencia se llama real, no por exclusión, como si las otras no fueran reales, sino por antonomasia, porque es también corporal y substancial, pues por ella ciertamente se hace presente Cristo, Dios y hombre, entero e íntegro [18]. En realidad, la presencia de Cristo en la Eucaristía es como la raiz y causa de todos los demás modos de hacerse presente Jesús a los suyos, en los demás, a través de otros, etc. El Beato Josemaría resumió este pensamiento en una frase: La presencia de Jesús vivo en la Hostia Santa es la garantía, la raíz y la consumación de su presencia en el mundo.[19] Me atrevo a considerar que sin Eucaristía no habría Iglesia y con ello comenzaría la pruebe más dura que cabría imaginar para los fieles de Cristo, ante la cual tendrían que clamar más que nunca:¡Ven, señor Jesús!.
La Eucaristía está finalizada en la comunión eucarística y en la comunión eclesial. Conviene recordar que el magisterio y la disciplina eclesiástica, al enumerar las razones para la conservación de la Eucaristía fuera de la misa, siempre emplean en primer lugar la comunión de enfermos o ausentes, y en segundo lugar, la adoración del Santísimo Sacramento. Con este orden no sólo se respeta la historia sino se mantiene destacada la intención del Señor al instituir este Sacramento: tomad y comed, tomad y bebed. La finalidad del Sacramento, la res tantum, sabemos que es doble: la morada inefable de Cristo en el corazón de los suyos y la unidad de su Cuerpo Místico, que es la realidad interior de la Iglesia.. Porque considero importantes unas palabras del Papa vuelvo a citarlas otra vez: Estoy crucificado con Cristo: vivo yo, pero ya no soy yo, es Cristo quien vive en mí" Ga 2,20). Las palabras del Apóstol Pablo a los Gálatas que acabamos de escuchar en la segunda lectura, expresan sintéticamente el fruto existencial de la comunión eucarística: la inhabitación de Cristo en el alma, por obra del Espíritu Santo...(...)[20]. Extra nos, fuera de nosotros, las especies eucarísticas tienen una función de signo, nos dan la certeza de la presencia substantialiter de Cristo, pero se trata de una certeza de fe porque en virtud de ellas mismas no serían capaces de manifestar la presencia de Cristo. Santo Tomás da tres razones por las cuales la divina Providencia ha dispuesto sabiamente la permanencia de los accidentes del pan y del vino en este Sacramento: 1º) porque no es habitual entre los hombres sino cosa horrible, comer y beber sangre humanas y, de este modo, se nos efrece Cristo bajo la apariencia de alimentos comunes, como lo son el pan y el vino; 2º) para no exponer este sacramento a la burla de los infieles, cosa que ocurriría si comiéramos al señor en su estado físico; 3º) para que el hecho de recibir invisiblemente el cuerpo y la sangre del Señor aumente el mérito de nuestra fe[21]. Sin la percepción extra nos de la Eucaristía, contemplada y deseada con fe y con caridad, no podríamos tener la certeza de que realmente viene a establecer su morada en nosotros. La certeza del Jesús con nosotros, en nuestra alma, intra nos, es consecuencia de la fe en una realidad que se nos da extra nos.
6) Delante del Sagrario

Delante del Sagrario un cristiano con fe encuentra alegría recitando cualquier himno eucarístico y leyendo y releyendo el capítulo 6º de San Juan. Puede mirar la Sagrada Hostia expuesta en una Custodia y adorar en silencio la presencia oculta de Cristo; puede recogerse en su interior y encontrar al Maestro que en él mora. Hay una continuidad experimentada y difícil de describir entre lo intra nos y lo extra nos. No dejamos de mirar y de oír a Jesús cuando miramos hacia fuera o hacia adentro. Jesús comunica consigo a todos los fieles a través de la Eucaristía; por supuesto el mismo Espíritu de Cristo actúa en el Sacramento y en las almas; en el Espíritu Santo comunicamos todos de un modo correlativo a como comunicamos todos en Cristo.
Al llegar a este punto surgen unas objecciones bastante comunes. La primera, si el fruto existencial de la comunión eucarística es la inhabitación de Cristo en al alma ¿por qué debemos comulgar más veces, incluso, si es posible, es aconsejable la comunión a diario? ¿No nos bastaría volver una y otra vez al Jesús del alma para mantenernos en comunión con Él? ¿Acaso no ha habido santos eremitas en los primeros tres siglos que apenas recibían la Eucaristía? La respuesta comenzaría por recordar que la excepción confirma la regla. Añadimos que el fruto de la Eucaristía depende también del grado de fe y de caridad del comulgante. Es verdad que una sola comunión plenamente fructuosa elevaría a una persona cristiana a un grado de caridad y santidad perfectas. Normalmente no ocurre así; la donación de Cristo no es acogida tan plenamente. Además, hay que contar con un “desgaste” de nuestro “hombre interior” durante el combate de la vida cristiana ; a esa necesidad responde la Eucaristía como pan del peregrino, como alimento que restaura las fuerzas, como viático para un camino arduo.
Una segunda objeción sería la siguiente. Si ya comulgamos con el Cuerpo y la Sangre de Cristo de vez en cuando, ¿por qué hemos de buscar esa otra actividad de emplear un tiempo en adorar, sin comulgar, el Santísimo Sacramento? ¿Acaso los santos durante los primeros doce siglos de la Iglesia necesitaron el Sagrario para ser santos? A tales preguntas no vale decir que la excepción confirma la regla. La Iglesia Católica fue profundamente eucarística durante esos siglos y lo siguen siendo la Ortodoxia y las Iglesias Orientales sin haber desarrollado la dimensión de adorar la Presencia eucarística fuera de la misa. La respuesta va más en la dirección de un enriquecimiento, de un especial don de sabiduría y de piedad concedido por el Espíritu Santo a la Iglesia Católica a partir de un momento de su historia. La respuesta ya está prometida en unas palabras de Jesús: El Espíritu de verdad...os llevará al conocimiento de la verdad completa [22]. El Espíritu ha conducido a la Iglesia a una mayor profundidad en la respuesta cristiana al don de Cristo en la Eucaristía; ha conducido a la Iglesia al descubrimiento de la adoración de la Presencia de Cristo eucarístico. A ese desarrollo han contribuido de un modo determinante los santos de los últimos siglos. Tendríamos que recordar aquí otras palabras del Señor: al que tiene se le dará [23]. La intención de la Iglesia manifestada por los Pastores es cada vez más manifiesta en este punto: “Todos los miembros de la Iglesia, especialmente los Obispos y los Sacerdotes, deben observar vigilancia en ver que este Sacramento de Amor ocupe el centro de la vida del pueblo de Dios, de manera que en todas las manifestaciones del culto que se le debe, se le devuelva a Cristo “amor por amor”; y que verdaderamente se convierta en la vida de nuestras almas” [24].

7) La Humanidad de Cristo contemplada en la fe

Hemos de tener más en cuenta el lenguaje de los verdaderos místicos porque nos dan pistas para una reflexión más ordenada sobre los contenidos de la fe. Consideremos, por ejemplo, esta frase: ¡Verdaderamente es amable la Santa Humanidad de nuestro Dios! -Te "metiste" en la Llaga santísima de la mano derecha de tu Señor, y me preguntaste: "Si una Herida de Cristo limpia, sana, aquieta, fortalece y enciende y enamora, ¿qué no harán las cinco, abiertas en el madero?"[25] En Cristo están unidos todos sus momentos. Nada de cuanto Él hizo o padeció en su naturaleza humana ha pasado ya como si se hubiera desvanecido en el olvido; todos sus acta et passa participan de la eternidad del Verbo. La Eucaristía nos hace contemporáneos a todos sus momentos; nos hace contemporáneos e implicados en una trama de recíproca intimidad. “La Llaga santísima de la mano derecha de tu Señor” no es una fantasía piadosa o un recurso meramente emocional para desencadenar la compunción o facililitar buenos propósitos. Me parece que es algo más, que pertenece a la historia siempre presente de Jesús, que se descubre el en Eucaristía y en la oración. Esa presencia es coparticipativa para el cristiano, es interpelante.

8) El ánima ecclesiática de San Agustín

Por otra parte, Cristo nunca está solo ante nuestra conciencia. No podemos disociarlo ni del Padre ni del Espíritu Santo; tampoco podemos disociarlo de su Iglesia. No podemos, por tanto, disociarlo de nuestros hermanos vivos o difuntos. La percepción vital de la unidad entre Cristo y su Iglesia es llamada por San Agustín anima ecclesiatica, una cualidad que se ha dado en todos los santos. Son conocidos los sermones de San Agustín, que hablan de este vínculo entre Cuerpo Eucarístico de Cristo e Iglesia . Explicando el Misterio Eucarístico, Agustín dice a sus oyentes: «Si queréis entender lo que es el Cuerpo de Cristo, escuchad al apóstol: ‘Vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros’. Si, pues, vosotros sois el cuerpo y los miembros de Cristo, lo que está sobre la santa mesa es un símbolo de vosotros mismos, y lo que recibís es vuestro propio símbolo (mysterium)»[26].
San Agustín se niega a separar el cuerpo sacramental, que está en la mesa eucarística del Cuerpo eclesial de Cristo (Cabeza y miembros). El pan eucarístico es el cuerpo de Cristo. Pero puesto que por el bautismo los cristianos son miembros del cuerpo de Cristo, ellos son verdaderamente este pan. Reciben lo que son. El sacramentum lleva consigo, al contener el Cuerpo y la Sangre de Cristo in mysterio, la gracia objetiva de la comunión, es decir, de la unidad. Es el don, no ya de un Cristo aislado de la Iglesia, sino de la Cabeza unida a su cuerpo. Y ese cuerpo de Cristo está hecho, inseparablemente, del cuerpo personal del Señor resucitado y de los miembros que son los cristianos conjuntados por el Espíritu en una comunión viva. [27]
Este pensamiento pensamiento se encuentra ya en San Pablo, quien tiene la intuición de una correspondencia misteriosa entre el Cuerpo que se da en la Mesa Eucarística y el Cuerpo eclesial del Señor (1Cor. 10, 16-17).
Llegando al final de este resumen, podríamos afirmar que toda alma eucarística es, o llegará a ser, profundamente cristocéntrica y trinitaria y también alma de Iglesia (anima ecclesiastica, en el sentido Orígenes, de San Agustín y otros Padres de la antigüedad). Cualquier insuficiencia en uno de estos aspectos será corregida por el Espíritu Santo si media la humildad, el estudio, el tiempo.
9) Imaginación y realidad sobrenatural

¿Qué criterios podríamos establecer para andar con seguridad por los caminos de la vida espiritual sorteando los riesgos de la fantasía, del sentimentalismo, de la irrealidad? La primera respuesta sería la fe y el sentido común. Respecto a la fe la fuente primordial es la Sagrada Escritura y la norma práctica y próxima es el Magisterio auténtico de la Iglesia. Respecto al sentido común la mejor fuente es la experiencia propia y ajena, dentro de la Iglesia, en 2000 años. Buena experiencia la de los santos, especialmente los grandes maestros espirituales. Con todo, asumiendo el riesgo de simplificar demasiado, podríamos utilizar las dos categorías intra nos y extra nos y confrontar ambos espacios como criterios de verdad.
a) Maestro, ¿dónde moras? En mi Iglesia. El extra nos que asegura estar en buen camino lo señalamos anteriormente: "a esta sociedad de la Iglesia están incorporados plenamente quienes, poseyendo el Espíritu de Cristo, aceptan la totalidad de su ordenamiento y todos los medios de salvación establecidos en ella, y en su cuerpo visible están unidos con Cristo, el cual la rige mediante el Sumo Pontífice y los obispos, por los vínculos de la profesión de fe, de los sacramentos, del régimen eclesiástico y de la comunión". Con esa certeza objetiva podemos entrar en el recinto intra nos: ahí está la realidad última de la Iglesia, porque como dijo Jesús, regnum Dei intra vos est[28].
b) Maestro, ¿dónde alcanzo dentro de tu Iglesia la máxima unión contigo? En la Eucaristía. El extra nos que da la seguridad de estar en el buen camino para esa especial unión con Cristo es la celebración eucarística en la Iglesia y por la Iglesia y la presencia de las especies sacramentales después de la consagración (sacramentum tantum y res et sacramentum). La comunión eucarística fructuosa nos abre las puertas a una realidad intra nos: la especial morada de Cristo en nuestro corazón y nuestra más íntima pertenecia a la Iglesia (res tantum).
c) Maestro, enséñanos al Padre. Quien me ve a Mí ve al Padre.[29] El camino a la Trinidad comienza en la Humanidad Santísima de Cristo a quien nos incorporamos por el bautismo antes de la Eucaristía. La Santísima Trinidad es realidad extra nos y, al mismo tiempo, intra nos cuando la gracia transforma el alma.
La familiaridad con la Trinidad, con Jesús y con el misterio de su Iglesia se nutre de la Eucaristía, tomada ésta en todas sus dimensiones: la celebración del sacrificio, la adoración de la Presencia y la fructuosa comida y bebida eucarística.
María realiza en sí de un modo eminente esas notas. Ella es la criatura más íntima a la Santísima Trinidad por razón de la Encarnación del Verbo en sus entrañas. Ella es la criatura más estrechamente vinculada a la Persona y la Obra de Cristo. Su relación con la Iglesia es materna en el orden de la gracia y constituye su más perfecto icono. Hay una presencia muy especial de María en la Eucaristía. Por todo ello, un alma de Eucaristía fácilmente llegará, por la acción del Espíritu Santo, a ser alma trinitaria, alma cristocéntrica, alma de Iglesia, alma mariana.
Jorge Salinas Alonso

25.03.02


[1] Del libro de las Confesiones de san Agustín, obispo (Libro 10, 26, 37-29, 40: CSEL 33, 255-256)
2 San Agustín: Confesiones, liber III, caput 6
3 Josemaría Escrivá: Forja, n. 84
4 Antonio Orozco Delclós: Dios no es «el otro», en www.encuentra.com 18. 03.02.

5 cf. Oración sobre las ofrendas en la Misa de Navidad (medianoche); Prefacio de Navidad III.
6 Cf. CDF: Carta a los Obispos sobre la oración cristiana,
7 W. Kasper: Jesús el Cristo. Ed.Sigueme, Salamanca 1998, p308)


8 Símbolo niceno-constantinopolitano
9 Santo Tomás habla siempre de la Humanidad de Cristo como instrumentum coniunctum Verbi.
10 CDF: Declaración Dominus Iesus, nn. 10 y 11.
11 Jn 1, 38
12Hch 9, 4; 22, 7; 26, 14
13Cf. Conc. Ecum. Vat.II, Const. dogm. Lumen gentium, 14.
14Cf. ibíd., 7.
15Cf. San Agustín, Enarrat.In Psalmos, Ps 90, Sermo 2,1: CCSL 39, 1266; San Gregorio Magno, Moralia in Iob, Praefatio, 6, 14: PL 75, 525; Santo Tomás de Aquino, Summa Theologicae, III, q. 48, a. 2 ad 1.
16CDF Dominus Iesus, n. 16
17Juan Pablo II: Constitución Apostólica Bonus Pastor, n. 1
18Pablo VI: Enc. Mysterium fidei, n. 5
19Josemaría Escrivá: Es Cristo que pasa, n. 102
20Juan Pablo II: Homilía del Papa en la misa para el seminario mayor de Roma, 14.6.1998

21 STh III, q. 75, a. 5, in c.
22Jn 16, 13
23Mt 25, 29; Lc 19, 26
24Juan Pablo II: Enc. Redemptor hominis, n.
25Josemaría Escrivá: Camino, n. 555
26 San Agustín: Serm 272
27 Serm. 272. Cfr. Tillard J.M.R., Carne de la Iglesia, Carne de Cristo. En las fuentes de la eclesiología de comunión, Salamanca (Sígueme) 1994, pp. 51 y ss.; Solano J., Textos Eucarísticos primitivos II, Madrid (BAC) 1979, pp. 204-207; 209-212. Esta misma idea queda muy bien resumida en el Sermón Guelferbytanus, n. 7: «Quod accipitis vos estis, gratia qua redempti estis» («vosotros mismos sois lo que recibís, por la gracia con que habéis sido redimidos»; cfr. San León M., Serm. 63, 7 PL 54, 357D, citado en L.G., n. 26.

28 Lc 17, 21
29cf. Jn 14, 8-9














[1] Del libro de las Confesiones de san Agustín, obispo (Libro 10, 26, 37-29, 40: CSEL 33, 255-256)
[2] San Agustín: Confesiones, liber III, caput 6
[3] Beato Josemaría Escrivá: Forja, n. 84
[4] Antonio Orozco Delclós: Dios no es «el otro», en www.encuentra.com 18. 03.02.

[5] cf. Oración sobre las ofrendas en la Misa de Navidad (medianoche); Prefacio de Navidad III.
[6] Cf. CDF: Carta a los Obispos sobre la oración cristiana,
[7] W. Kasper: Jesús el Cristo. Ed.Sigueme, Salamanca 1998, p308)


[8] Símbolo niceno-constantinopolitano
[9] Santo Tomás habla siempre de la Humanidad de Cristo como instrumentum coniunctum Verbi.
[10] CDF: Declaración Dominus Iesus, nn. 10 y 11.
[11] Jn 1, 38
[12] Hch 9, 4; 22, 7; 26, 14
[13]Cf. Conc. Ecum. Vat.II, Const. dogm. Lumen gentium, 14.
[14]Cf. ibíd., 7.
[15]Cf. San Agustín, Enarrat.In Psalmos, Ps 90, Sermo 2,1: CCSL 39, 1266; San Gregorio Magno, Moralia in Iob, Praefatio, 6, 14: PL 75, 525; Santo Tomás de Aquino, Summa Theologicae, III, q. 48, a. 2 ad 1.
[16] CDF Dominus Iesus, n. 16
[17] Juan Pablo II: Constitución Apostólica Bonus Pastor, n. 1
[18] Pablo VI: Enc. Mysterium fidei, n. 5
[19] Josemaría Escrivá: Es Cristo que pasa, n. 102
[20] Juan Pablo II: Homilía del Papa en la misa para el seminario mayor de Roma, 14.6.1998

[21] STh III, q. 75, a. 5, in c.
[22] Jn 16, 13
[23] Mt 25, 29; Lc 19, 26
[24] Juan Pablo II: Enc. Redemptor hominis, n.
[25] Josemaría Escrivá: Camino, n. 555
[26] San Agustín: Serm 272
[27] Serm. 272. Cfr. Tillard J.M.R., Carne de la Iglesia, Carne de Cristo. En las fuentes de la eclesiología de comunión, Salamanca (Sígueme) 1994, pp. 51 y ss.; Solano J., Textos Eucarísticos primitivos II, Madrid (BAC) 1979, pp. 204-207; 209-212. Esta misma idea queda muy bien resumida en el Sermón Guelferbytanus, n. 7: «Quod accipitis vos estis, gratia qua redempti estis» («vosotros mismos sois lo que recibís, por la gracia con que habéis sido redimidos»; cfr. San León M., Serm. 63, 7 PL 54, 357D, citado en L.G., n. 26.

[28] Lc 17, 21
[29] cf. Jn 14, 8-9

La comunidad cristiana y la política

La desconfianza ante las convicciones firmes

Existe una idea sembrada difusamente, casi pulverizada como un spray, que se da por supuesta y sobreentendida, en la vida pública de nuestro mundo occidental. Podría expresarse más o menos, así: para llegar a un consenso general que haga habitable la tierra, soportable la convivencia, etc. es necesario que todos renuncien a tener convicciones firmes sobre cualquier cosa. La simple pretensión de dar por cierta una tesis que abarque la totalidad de la vida humana, ya es señalada como peligrosa por ser potencialmente violenta. La misma verdad, pretendidamente poseída, es sospechosa de encerrar una amenaza violenta para los demás, de manifestarse, tarde o temprano como intolerante. La presencia de un Islam incisivo y nada ambiguo ante las mismas puertas de Europa –y dentro de la misma Europa- está acelerando un proceso de búsqueda rápida de un discurso público con el que pueda neutralizarse la creciente ummah de creyentes musulmanes. ¿Será posible una Constitución para toda la Unión Europea que recoja los principios públicos que regirán la vida de una extensa comunidad de pueblos? Se está intentando una especie de primer borrador, al que seguirán otros, en donde no se hace ninguna referencia a las raíces cristianas de Europa ni al papel que las religiones están llamadas a jugar en la paz del mundo y en su pacífico desarrollo material y cultural. Una mención de ese tipo parece políticamente incorrecta, pero resultará inevitable; no es posible convencer a los musulmanes de que la religión es algo exclusivamente privado y que no tiene cabida como realidad social en una democracia moderna; el éxito que la Ilustración, la modernidad y la postmodernidad han tenido con el cristianismo no parece servir ahora para neutralizar y asimilar la comunidad musulmana en un planteamiento común. Aunque parezca paradójico, y hasta una burla de la Historia, resulta que sólo en el cristianismo actual, es decir, en el cristianismo que encarna Juan Pablo II, y en la actitud de ese cristianismo del siglo XXI hacia las religiones, se puede encontrar una salida para el futuro de la democracia.

“Mi Reino no es de este mundo” (Jn 18, 36)

¿Cómo puede servir eficazmente a la causa de la paz en el mundo una religión tan rotunda como la cristiana? Jesús exige para quienes quieran seguirle una radicalidad que sólo puede reclamar Dios mismo. La adhesión a su Persona supone la postergación a un segundo plano de cualquier otra relación contraída anteriormente: los padres, la casa, las posesiones, los antepasados, la patria, el honor y hasta la propia vida. Se trata de un seguimiento a la Persona de Cristo en toda su peripecia humano-divina, es decir, en todo su camino hacia la Gloria pasando por la Cruz. No basta, por tanto, decir “¡Señor, Señor!” (Mt 7, 21), ni tampoco “hemos comido y hemos bebido contigo, y has enseñado en nuestras plazas. (Lc 13, 26). Nos quedamos “fuera” si intentamos separar la Persona y el Acontecimiento (Misterio Pascual), si nos quedamos con una simpatía lejana hacia nuestro Salvador sin acompañarle en la Cruz. Ser cristiano es pertenecer a Cristo, es vivir y morir con Él, para resucitar con Él. Los cristianos palestinenses conocieron en una medida heroica lo que significa se cristianos al formar parte de una nación que mayoritariamente rechazó al Enviado de Dios. De un modo colectivo siguieron el camino del Maestro y “fueron azotados en las sinagogas”. Ellos fueron los primeros en hacer realidad las bienaventuranzas. Desde entonces, en cada generación, se repite la muerte y la resurrección del Señor. El Papa Juan Pablo II ha recordado al mundo, con ocasión del Jubileo del 2.000, que sólo en el siglo XX han sufrido el exterminio por razón de su fe un número de santos mártires que supera al de los 19 siglos anteriores.
No debe ser el martirio cruento la situación normal de los cristianos; hay que procurar que no lo sea nunca, apelando a la conciencia de los hombres de buena voluntad. Ni siquiera es lícito buscarlo directamente, ni siquiera con la intención de despertar la conciencia dormida de una mayoría de cristianos tibios próximos a la apostasía (como lo intentaron una oleada de mártires en la Córdoba musulmana del siglo IX). El martirio es el máximo don concedido por el Señor a sus elegidos; algunos se sienten movidos a pedir esa gracia; otros no; pero, en todo caso, la disposición al martirio, si así Dios lo dispone, sí que es constitutivo esencial de la vocación cristiana y el Sacramento de la Confirmación resella el espíritu para recibir ese don, en caso necesario. Hay, en cambio, otro martirio al que estamos llamados todos y, muy especialmente en estos tiempos: Juan Pablo II le llama “el martirio de la coherencia” en medio de una sociedad fuertemente secularizada y, no pocas veces, impugnadora de los valores cristianos.
En esta posición de coherencia con el Bautismo hay que poner y reponer siempre la voluntad de no idolatrar a ninguna criatura; sólo así se puede llegar, por la acción de Cristo y su Espíritu en el corazón del hombre, a amar con ternura a este mundo y a todos los miembros de la familia humana. En los primeros tres siglos, dice Bruno Forte,”la Iglesia se presenta a la historia como fermento y como comunidad alternativa: la civilización clásica vive respecto a ella una crisis inicial de defensa y de rechazo”.[1] Hay mucho de verdad en esta frase porque, en efecto, lo que más inquietaba al mundo clásico era el rechazo cristiano de toda idolatría rendida al Estado (que comprendía el Imperio, el Emperador, el culto imperial), a cambio de una actitud de lealtad sincera a la patria, a las leyes, a los demás ciudadanos. Con todo, no parece que la comunidad cristiana se haya entendido a sí misma como un “sociedad alternativa” frente a la sociedad predominante, porque carece de elementos para ello y no entra en la voluntad de Cristo que así sea. Jesús envió a “anunciar el Evangelio a todas las naciones” (Mt 28, 19), pero no envió a los Apóstoles a constituir “naciones nuevas”, de nuevo cuño, sustituyendo a las ya existentes, sino a evangelizarlas . Es verdad que la comunidad cristiana palestinense alcanzó un grado de organización temporal notable porque “la multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma. Nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo era en común entre ellos” (Hechos, 32). Ese aspecto material de la “koinonía” o “comunión” llevaba a límites de utopía terrena: “No había entre ellos ningún necesitado, porque todos los que poseían campos o casas los vendían, traían el importe de la venta, y lo ponían a los pies de los apóstoles, y se repartía a cada uno según su necesidad” (34-35). La misma institución de los “diáconos” provocada por una queja de la comunidad cristiana de habla griega frente a los de habla hebrea (aramea, en realidad) porque era peor la atención a sus viudas, deja ver un servicio asistencial completo (Hecho, 6, 1-5). Aquella comunicación de bienes materiales ha constituido un modelo de referencia permanente para muchas iniciativas posteriores en la vida religiosa e, incluso, en utopías políticas modernas. Sabemos que la Iglesia nunca confiscó los bienes y que respetó siempre la propiedad privada. Cuando Pedro reprende a Ananías hasta el punto de castigarlo con la muerte, deja en claro que pudo haber vendido aquél campo o no haberlo vendido y que, una vez vendido, el precio quedaba en sus manos; lo que el Apóstol condena en Ananías y en Safira, su mujer, es el pecado de simulación ante la comunidad y ante los Apóstoles (cf Hechos 5, 1-5).
El impulso de desprendimiento y de generosidad que se dio en aquellos cristianos fue libre , seguramente, azuzado por una expectativa de cumplimiento escatológico inminente. Pero aquel planteamiento colectivo tuvo consecuencias negativas, como lo fue su rápido empobrecimiento, hasta el punto de que San Pablo mantendrá siempre su preocupación por los “pobres de Jerusalén” y organizó colectas para socorrerles, exhortando a las comunidades por él fundadas fuera de Palestina a que vivieran la caridad con sus hermanos judíos, pero jamás los puso como modelo en este asunto ni impuso una organización semejante en ninguna de sus Iglesias, aunque ciertamente las comunidades cristianas reflejadas en las Cartas apostólicas tenían una vida interna densa. El algunos aspectos podrían asumir espontáneamente funciones de la sociedad civil, como señala San Pablo en el caso de litigios entre hermanos: “Cuando alguno de vosotros tiene un pleito con otro, ¿se atreve a llevar la causa ante los injustos, y no ante los santos? ¿No sabéis que los santos han de juzgar al mundo? Y si vosotros vais a juzgar al mundo, ¿no sois acaso dignos de juzgar esas naderías? ¿No sabéis que hemos de juzgar a los ángeles? Y ¡cómo no las cosas de esta vida! Y cuando tenéis pleitos de este género ¡tomáis como jueces a los que la Iglesia tiene en nada! Para vuestra vergüenza lo digo. ¿No hay entre vosotros algún sabio que pueda juzgar entre los hermanos? Sino que vais a pleitear hermano contra hermano, ¡y eso, ante infieles!” (1Co 6, 1-5). Las fronteras entre los de “fuera” y los “de dentro”, entre los “santos” o los “justos” y los “infieles”estaban bien marcadas; la excomunión de la Iglesia tenía consecuencias físicas inmediatas: “no os juntéis con ellos”, “ni saludarles”, “ni comer con ellos”. Sin embargo, nunca ha habido indicios en la Iglesia, en ninguna época, de querer constituirse en nación, en reino, en estado. Más bien, la exhortación apostólica dirigida a los fieles ha sido la de obedecer a los superiores, de respetar las leyes, de rogar por la paz de todos. Las mismas palabras de Jesús señalan esa actitud de respeto ante la legalidad imperante: “Dad al César lo que es del César” (Mt 22, 21). La pretensión contraria sí que ha ocurrido muchas veces: que poderes temporales hayan querido favorecer, proteger, adoptar la realidad de la Iglesia como parte integrante de la vida de una sociedad política. Así, durante siglos, la Iglesia ha vivido en régimen de cristiandad, hasta tiempos relativamente recientes. Durante siglos, para la mayoría de los cristianos, el saberse miembro de la Iglesia no constituía una conciencia distinta a la de ser súbdito de un príncipe cristiano, ciudadano de una república cristiana, sujeto a leyes sancionadas por la autoridad eclesiástica. Resulta bastante comprensible que los grandes teólogos de la Edad Media realizaran una teología asombrosa, siempre pensada y vivida in Ecclesia, in fide Ecclesiae y, sin embargo, no se les ocurría hacer una reflexión integral y sistemática sobre “qué es la Iglesia”. Ha sido necesario un proceso largo de sufrimiento personal y colectivo de muchos cristianos a través de una secularización de la vida pública y social, casi siempre programado, para que “la Iglesia naciera en las almas” (Guardini) y, en un nivel más reflexivo, la Eclesiología surgiera con vigor en la teología de la Iglesia.
Las comunidades cristianas no tienen vocación de “ghetto”

La pregunta básica es la siguiente: ¿Basta la comunión en la fe y en la caridad para que una comunidad cristiana se constituya en sociedad civil? Es más, ¿debe aspirar una comunidad cristiana a ser autosuficiente en todos los órdenes para vivir en este mundo? ¿Se podría plantear como utopía deseable una secesión por parte de una comunidad cristiana respecto a su entorno social, económico y político? Vienen a la mente enseguida, como un intento de este tipo, los “amish” de los Estados Unidos, intento fallido que ha quedado en algo que pertenece al folklore de la nación. No parece que esta sea la dirección genuina querida por Cristo, al menos, para la gran mayoría de los cristianos, aunque pronto, en el comienzo de la Iglesia surgieron personalidades y grupos que pretendieron marcar distancias muy netas respecto al mundo para instalarse en una posición espiritual de entrega completa al Reino y a la expectativa de su cumplimiento; así nació, con una génesis muy variada en cada caso, la gran corriente de la “vida consagrada” o “vida de los religiosos”, riqueza perenne de la Iglesia que, sin pertenecer a su estructura esencial sí que pertenece a su vida y santidad. Desde el principio, sin embargo, la gran mayoría de los bautizados (y, de un modo especial los laicos) conservaron y vivieron de un modo nuevo y ejemplar su ciudadanía secular; así lo muestran los apologetas de los siglos II y III ante las acusaciones de deslealtad civil lanzadas por enemigos de la Iglesia. Todavía no había llegado la llamada “era constantiniana” y ya vivían los cristianos su doble pertenencia a la Iglesia y a la comunidad política con unidad de conciencia moral; en esa unidad de conciencia se mantuvieron heroicamente los mejores hombres y mujeres, resistiendo hasta la muerte ante cualquier pretendida imposición idolátrica por parte del Estado. En aquel choque venció la fuerza cohesiva de la fe cristiana y se produjo un cambio dramático en el panorama del mundo con Constantino y más tarde, de un modo definitivo, con Teodosio. Comenzó la llamada “era constantiniana” en la cual el poder político adopta como principio normativo y como principio de la vida civil lo que , hasta entonces, constituía la trama interna de la comunidad cristiana, la vida religiosa de la minoría más dinámica dentro del Imperio. Ese proceso de inclusión de la fe en la vida política continuará en Occidente con la evangelización de los pueblos germánicos. La era constantiniana desembocará más tarde en lo que llamamos “régimen de cristiandad”, que duró siglos, abarcó una gran parte del mundo y tuvo como principal frontera exterior al Islam, nunca reducido, nunca asimilado. No es exagerado afirmar que “hasta los umbrales de la modernidad, la dimensión religiosa constituyó prácticamente la raíz del vínculo social” (Angelo Scola: Intervención en Padua, 24.10.02) En un ambiente de fe cristiana profundamente compartida los vínculos básicos del matrimonio y de la familia estaban asumidos por la realidad sacramental de la Iglesia: el matrimonio era sagrado, su indisolubilidad respetada como Palabra del mismo Cristo (cf Mc 10, 9); la paternidad tenía un valor santo como algo vinculado a Dios Padre “de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra” (Ef 3, 15). Durante siglos la fe se hizo cultura, en el Oriente y en el Occidente cristianos. Los mismos nexos de la trama civil estaban impregnados de un contenido sagrado: la fidelidad debida al propio señor natural, el valor del juramento, el supremo bien de la comunión eclesiástica.
Hoy ha cambiado todo esto en nuestro mundo occidental, heredero, sin embargo, de la antigua “cristiandad”. El carácter sagrado de los vínculos sociales ha sido sustituido, de un modo tenaz, por un entramado de valores que no tienen referencia explícita a la trascendencia, tales como democracia, libertad, tolerancia, igualdad, solidaridad, etc. La mayoría de esos valores han nacido del humus cultural cristiano aunque, paradójicamente, su implantación en Europa se ha realizado, casi siempre, en un clima de hostilidad a la Iglesia y también -¿por qué no decirlo?-con resistencia activa de la misma Iglesia. Actualmente la situación es completamente distinta; la “era constantiniana” ha pasado, casi por completo, en el curso de la historia del mundo occidental; del régimen de cristiandad quedan en algunas zonas las reliquias del arte, de la arquitectura, de los signos culturales. La situación actual de la Iglesia y del mundo en sus relaciones mutuas están muy lejos de ser las de aquella época. El orden político no invoca la fe cristiana para constituirse en un régimen de convivencia y de actividad económica, de asistencia a los ciudadanos, etc. El hueco dejado por la fe cristiana es sustituido por un secularismo al que se puede describir como “un movimiento de ideas y costumbres, defensor de un humanismo que hace total abstracción de Dios, y que se concentra totalmente en el culto del hacer y del producir; con lo cual, embriagado por el consumo y el placer, sin preocuparse por el peligro de "perder la propia alma", acaba por perder el sentido del pecado. Este último se reducirá a lo sumo a aquello que ofende al hombre”[2]. Un secularismo de esta naturaleza, de por sí, tiende a asfixiar la vida cristiana de las personas, la misma conciencia moral de los sujetos.

La índole comunitaria de la salvación (Const. Gaudium et spes, 32)

El lenguaje que los pastores (empezando por el Papa) está dirigiendo a sus fieles supone como sustancia de su vida la comunidad cristiana, es decir, el medio concreto a través del cual viven de Cristo y en Cristo, ya sea la Iglesia particular, la parroquia, la familia, un movimiento, un grupo. Resultaría extraña, en cambio, una invocación fraterna, estrictamente cristiana, aludiendo a la pertenencia a una nación o a otra realidad temporal. Resulta difícil sentirse interpelado como “hijos de la Católica España”, como “empresarios católicos” o como “políticos católicos”, aunque perduren esas expresiones en ciertos ambientes. Estas observaciones no implican ni aplauso ni lamento, al menos aquí, en estas líneas; simplemente, se trata de la constatación de una realidad. Hoy no basta una sociología secular para la identificación profunda y fraterna de cada cristiano con los demás cristianos. Externamente estamos inmersos en una atmósfera humana común y debe ser así (cada vez debe ser más así y en proporciones cada más planetarias), pero la afinidad profunda que procede del ADN común que es Cristo se da y, seguramente, en un futuro inmediato se dará entre relativamente pocos. Todo ello nos llevará, como dice Ratzinger, a “un proceso de simplificación que nos consienta distinguir lo que constituye la viga maestra de nuestra doctrina, de nuestra fe, lo que en ella tiene un valor perenne”. Hablar fundamentalmente de “comunidades cristianas” no supone necesariamente una especie de estrategia teológica para organizar una retirada ordenada en una batalla perdida ante el mundo. El mismo autor piensa que “la Iglesia de masa puede ser algo muy bonito, pero no es necesariamente la única modalidad de ser de la Iglesia. La Iglesia de los primeros tres siglos era pequeña, sin por esto ser una comunidad sectaria. Por el contrario, no estaba cerrada en sí misma, sino que sentía una gran responsabilidad respecto a los pobres, los enfermos, respecto a todos” (Dios y el mundo). Aquella “Iglesia pequeña” llegó a ser la gran Iglesia extendida de Oriente a Occidente y en su seno se dieron cambios que, en parte, se debieron a una injerencia del Imperio en asuntos eclesiásticos, pero junto a esto, también se dio un desarrollo homogéneo de elementos germinalmente contenidos en la Iglesia primitiva. Se dio en la Iglesia un crecimiento organizativo y en formulación doctrinal de la fe que cuajó en una legítima forma histórica y concreta, en la cual no se perdió la fisonomía querida por Cristo, sino que se afirmó. Es muy necesario recordar esto para no caer en la simplificación, casi estúpida, de afirmar que es bueno demoler la Iglesia heredada para suplirla por otra mejor. Se requiere un equilibrio de tesis, una síntesis de aspectos parciales, para no recaer en experimentos que ahora todos lamentamos. La necesidad de poner el acento sobre una eclesiología de “comunidad de comunidades” no está en pugna con el respeto y la admiración por la Iglesia “real y legítima”. Pablo VI lo expresó nítidamente en la gran Encíclica Ecclesiam Suam :” No nos engañe el criterio de reducir el edificio de la Iglesia, que se ha hecho amplio y majestuoso para la gloria de Dios, como magnífico templo suyo, a sus iniciales proporciones mínimas, como si aquellas fuesen las únicas verdaderas, las únicas buenas; ni nos ilusione el deseo de renovar la estructura de la Iglesia por vía carismática, como si fuese nueva y verdadera aquella expresión eclesial que surgiera de ideas particulares —fervorosas sin duda y tal vez persuadidas de que gozan de la divina inspiración—, introduciendo así arbitrarios sueños de artificiosas renovaciones en el diseño constitutivo de la Iglesia. Hemos de servir a la Iglesia, tal como es, y debemos amarla con sentido inteligente de la historia y buscando humildemente la voluntad de Dios, que asiste y guía a la Iglesia, aunque permite que la debilidad humana obscurezca algo la pureza de sus líneas y la belleza de su acción. Esta pureza y esta belleza son las que estamos buscando y queremos promover” (n. 17).

Los espacios de comunión han ser cultivados

En la Carta programática “Novo milennio ineunte”, Juan Pablo II señala a las Iglesias locales como marco preciso para establecer aquellas “indicaciones programáticas concretas —objetivos y métodos de trabajo, de formación y valorización de los agentes y la búsqueda de los medios necesarios— que permiten que el anuncio de Cristo llegue a las personas, modele las comunidades e incida profundamente mediante el testimonio de los valores evangélicos en la sociedad y en la cultura” (n. ). Junto ello, el Papa propone como tarea para el nuevo milenio “hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión”; para ello “los espacios de comunión han de ser cultivados y ampliados día a día, a todos los niveles, en el entramado de la vida de cada Iglesia” (n. 45). Esta perspectiva conecta con la experiencia de las comunidades cristianas apostólicas que, necesariamente, de un modo u otro, han encontrado un eco en todas las actividades genuinamente apostólicas de todos los tiempos. Cuanto más auténtico es el vínculo cristiano y espiritual que une a las personas menos relevancia tienen las demás vinculaciones de orden terreno. En su interesantísima biografía de San Josemaría Escrivá, A. Vázquez de Prada aporta infinidad de detalles sobre los “espacios de comunión” que, sin más artificio que la santidad, creaba el Fundador del Opus Dei a su alrededor.

“En medio de la opresora crispación política del país, aquel ambiente era un remanso de alegría y de paz, tan de agradecer como el maravilloso hallazgo de un oasis en el desierto. Conocedor de los exaltados ímpetus juveniles, desencadenados en esa triste circunstancia de la historia española, don Josemaría anotó en una catalina lo que era necesario corregir y lo que era preciso inculcarles:
Para el espíritu de la o. de San Rafael[3]: no se permita a los chicos que discutan sobre asuntos políticos en nuestra casa: hacerles ver que Dios es el de siempre, que no se ha cortado las manos: decirles que el apostolado, que con ellos se hace, es de índole sobrenatural: traer muchas veces a cuento la presencia de Dios, en conversaciones particulares, en las charlas comunes, y siempre: hacerles católico el corazón y el entendimiento.
A comienzos de 1935 José Luis Múzquiz, un estudiante de Ingeniería, tuvo una entrevista con don Josemaría: «Me expuso brevemente –dice José Luis– lo que hacía la academia DYA. Cómo, sin fundar ninguna asociación nueva, trataba de formar buenos cristianos instruyéndolos e induciéndolos a ser consecuentes con su nombre e ir formando, poco a poco, a otros jóvenes que quisiesen prestarse a esta formación. Me dijo que había en las charlas o círculos, jóvenes de todas las regiones de España, estudiantes en Madrid; y de todas las tendencias y partidos políticos, pero que en los círculos no se preguntaba a nadie a qué partido pertenecía»[4] .

El riesgo de espacios de comunión cristiana condicionados por opciones temporales concretas

La división , que no la variedad, fue desde el primer momento el mayor daño para la comunidad cristiana; lo fue y lo seguirá siendo siempre. “Yo soy de Pablo. Yo de Apolo. Yo de Cefas. Yo de Cristo. ¿Está dividido Cristo? ¿Acaso Pablo fue crucificado por vosotros o fuisteis bautizados en el nombre de Pablo?” (Co 1, 12-13). La unidad más profunda que pueda darse entre Personas se da en la Santísima Trinidad, donde cada divina Persona es una referencia pura al Otro en una donación recíproca sin residuo alguno. Los hombres estamos llamados por Dios a vivir en una familia donde las relaciones interpersonales sean un reflejo de las relaciones interpersonales que se dan en la Trinidad. Esta realidad sólo es posible en Cristo, viviendo en comunión con Cristo; sólo así podemos llegar a ser personas en plenitud porque “la persona es el 'prosôpon'', vuelto hacia los ojos de otro”[5]. Sólo “buscando el rostro” de Cristo podemos encontrarlo como Quien nos mira y en ese encuentro de miradas se desvela un poco el misterio de nuestra condición humana. Por añadidura, a través de Cristo, y sólo a través de Él, llegamos al fondo de quienes son los demás seres humanos. De la coincidencia en ese encuentro único nace lo más genuino de una comunión cristiana, realidad inefable que en la tierra vislumbramos de modo imperfecto e inestable, anticipo del Cielo. ¿Es posible preservar esa coincidencia única en un estado puro, incontaminado de otras coincidencias que ni vienen de Dios ni llevan a Dios? ¿Cómo conseguir que sólo se incorporen a esa coincidencia básica otras coincidencias humanas purificadas por la gracia, como puedan serlo el matrimonio, la familia, la patria, la amistad desinteresada? Se trata de una tarea difícil, que exige vigilancia y enmienda cuantas veces sea necesaria. Las divisiones en el seno de la comunidad cristiana han nacido siempre de un desorden en el interior de las conciencias, quizá en un principio no captado con suficiente claridad. Si se antepone a Cristo y a su Iglesia cualquier otro tipo de coincidencia como puedan serlo la estirpe, la raza, nación, las tradiciones particulares, la ideología política, los intereses económicos y otros muchos vínculos humanos, entonces comienza un proceso de corrupción en el “nosotros” genuinamente cristiano y ese proceso, si no es advertido y rectificado, desemboca en un extrañamiento recíproco de facciones antagónicas que, quizá originariamente, fueron cristianas; así nacen los “vosotros” del reproche, del rencor, del rechazo o del odio; se hacen realidad las palabras del Salmo: “para mis hermanos soy un extranjero, un desconocido para los hijos de mi madre” (Sal 69, 9). Tal vez sea ésta la situación real de una gran masa de población poscristiana, fragmentada, dispersa, formateada y manipulada por poderes mediáticos ajenos a la guía de los Pastores de la Iglesia. La “espiritualidad de comunión”, a la que se refiere Juan Pablo II con frecuencia, tiene mucho que ver con una tarea de recuperación de “espacios de comunión “ limpios, claros, capaces de sobreponerse a las divisiones humanas y con suficiente energía espiritual para crear una cultura de la vida, de la convivencia pacífica, del trabajo; espacios de comunión desde los cuales se perciba con nitidez la distinción entre “los derechos y obligaciones que les corresponden por su pertenencia a la Iglesia y aquellos otros que les competen como miembros de la sociedad humana” (Const. Lumen gentium 36); espacios de comunión en los que se viva profundamente la pertenencia a la Iglesia, sin pretensiones de acción política o económica. La política y los negocios se deben hacer desde otras plataformas, en las cuales cristianos, junto a no cristianos, podrán contribuir a una cultura común en la que las religiones sean consideradas de un modo positivo en la vida pública. “Si hoy se percibe un consenso casi universal sobre el valor de la democracia- ha escrito el Papa-, esto se considera un positivo "signo de los tiempos", como también el Magisterio de la Iglesia ha puesto de relieve varias veces. Pero el valor de la de democracia se mantiene o cae con los valores que encarna y promueve: fundamentales e imprescindibles son ciertamente la dignidad de cada persona humana, el respeto de sus derechos inviolables e inalienables, así como considerar el "bien común" como fin y criterio regulador de la vida política”[6]
“Mi Reino no es de este mundo” (Jn 18), dice el Señor. Y la Iglesia no se identifica con ninguna realidad terrena, porque Ella misma es el germen del Reino, que “está dentro de vosotros” (Lc 17, 21) y crece de un modo misterioso en este mundo, al que hemos de amar ciertamente, pero sin la superstición de creer que de él saldrá el Reino, porque la nueva Jerusalén bajará “del cielo del lado de Dios, ataviada como una novia que se engalana para su esposo” (Ap 21, 2).


Jorge Salinas Alonso
2.12.02
Adviento del Señor









[1] Bruno Forte: La Iglesia de la Trinidad, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca 1995, p. 293)
[2] Juan Pablo II, Exh.Apost."Reconcilatio et Poenitentia", 18.
[3] Hay que advertir que “o. de San Rafael” es el modo abreviado de escribir “la Obra de San Rafael” que en la mente del Fundador del Opus Dei comprende el conjunto de actividades dirigidas a formar a la juventud
[4] Andrés Vázquez de Prada: El Fundador del Opus Dei, t. I, Rialp, Madrid, 1997, pp. 559-560..

[5] Tillard J.-M. R.: La Iglesia local,Ed. Sígueme, Salamanca 1999, p. 152

[6] Juan Pablo II: Enc. Evangelium vitae , n. 70

La unidad del Misterio Eucarístico

Sumario

1. La adoración de Cristo en la Hostia Santa fuera de la misa
2. La noción de real concomitancia en Santo Tomás
3. Cómo subsisten Cristo y su Acontecimiento en una unidad permanente
4. El principio de la “real concomitancia” en el contenido de la Eucaristía
5. Tiempo y eternidad en la Eucaristía
6. La Santísima Trinidad nos concede el don de la Eucaristía y a través de Jesús Sacramentado edifica la Iglesia.





1. La adoración de Cristo en la Hostia Santa fuera de la misa

Recuerdo al Santo Padre durante su visita a Sevilla en 1993. La TVE nos trasmitió en directo algunos momentos especialmente significativos. El Papa fue a clausurar solemnemente el XLV Congreso Eucarístico Internacional que se desarrolló con gran piedad y con una aportación teológica importante de varios ponentes. En la Catedral hispalense se celebró un Acto de Adoración con el Santísimo expuesto en una rica custodia. La cámara ofrecía a espectador de un modo recurrente y con alternancia un primer plano de la Hostia Santa y un primer plano del Santo Padre leyendo una alocución. La Catedral estaba llena al completo de una multitud fervorosa. Aquél era uno de los muchos actos eucarísticos que tuvieron lugar durante varios días en la ciudad. En el transcurso de la alocución papal todos oímos de sus labios unas palabras que, más o menos, decían lo siguiente: “..Sí, amados hermanos y hermanas, es importante que vivamos y enseñemos a vivir los misterios totales de la Eucaristía: el Sacramento del Sacrificio, del Banquete, y de la Presencia permanente de Jesucristo el Salvador.... las varias formas de culto a la Sagrada Eucaristía son una extensión y a la vez una preparación para el Sacrificio de la Misa y de la Comunión ”. Aquellas palabras no aparecen en la versión oficial del discurso; eran algo que dijo espontáneamente, al hilo del texto que leían con calma. No es la primera vez que algo semejante haya ocurrido con los discursos de Juan Pablo II. En el texto publicado posteriormente se lee: “.... las varias formas de culto a la Sagrada Eucaristía son una extensión y a la vez una preparación para el Sacrificio de la Misa y de la Comunión ¿Será necesario insistir de nuevo en las profundas motivaciones espirituales y teológicas del culto al Santísimo Sacramento fuera de la celebración de la Misa? Es verdad que la reserva del Sacramento se hizo, desde el principio, para poder tomar la Comunión a los enfermos y a aquéllos ausentes de la celebración Pero, como dice el Catecismo de la Iglesia Católica, 'para profundizar la fe en la Real Presencia de Cristo en Su Eucaristía, la Iglesia se hizo consciente del significado que tiene adorar silenciosamente al Señor presente bajo las especies Eucarísticas'" (n. 1379). (Papa Juan Pablo II, homilía de junio de 1993, Congreso Eucarístico Internacional en Sevilla, España).

Quiero retener la expresión “los misterios totales de la Eucaristía: el Sacramento del Sacrificio, del Banquete, y de la Presencia permanente de Jesucristo el Salvador”. En los documentos del Magisterio de la Iglesia de los últimos decenios (Concilio Vaticano II, Pablo VI, Juan Pablo II, Catecismo de la Iglesia Católica, Magisterio de los Obispos y libros rituales) predomina un modo de proponer el misterio de la Santísima Eucaristía bastante común que no coincide del todo con el modo de tratar este augusto misterio en manuales dogmáticos anteriores o en la literatura piadosa. Por supuesto que estamos en la misma fe de la Iglesia primitiva, substancialmente única e invariable. Aquí me refiero solamente a una cuestión de esquemas explicativos, de acentos, de desarrollos según una dimensión u otra, dentro del misterio eucarístico tan inagotable como lo es el misterio de Cristo, Persona y Acontecimiento, en toda su plenitud del cual la Eucaristía es Sacramento. El Magisterio actual conecta más directamente con las fuentes bíblicas y la gran Patrística latina y griega y, al mismo tiempo, incorpora el impresionante enriquecimiento eucarístico que se da en la Iglesia Católica desde el siglo XIII al XVI. En primer lugar, la palabra Sacramento abarca todos los aspectos parciales (aunque sean también siempre totales) de una única realidad llamada Eucaristía. El Sacramento de la Santísima Eucaristía comprende, de un modo inclusivo, toda una variedad de aspectos: el sacrificio sacramental de Cristo en la Santa Misa, la comida y bebida sacramentales de su Cuerpo y su Sangre, la presencia sacramental de Cristo después de la Santa Misa allí donde se reserven las especies sacramentales, la comunión a los enfermos, el Viático, la adoración a Jesús Sacramentado en la Custodia, en las procesiones del Corpus, la consumición siempre por vía de comunión sacramental de las Hostias consagradas y reservadas en el Tabernáculo. Convendrá recordar que en algunos casos se guarda dentro del sagrario parte del Sanguis de la Misa, en un recipiente adecuado, para dar la comunión a enfermos que no pueden deglutir cuerpos sólidos (cf. CIC 925). Ha sido Juan Pablo II quien ha sabido plasmar una búsqueda teológica que viene de lejos en una triada ya clásica: La Eucaristía, Sacramento-Sacrificio, Sacramento-Banquete, Sacramento-Presencia.


2. La noción de real concomitancia en Santo Tomás

A partir de unas palabras del Concilio de Trento podríamos entender mejor (dentro de los límites del misterio, pero sacudiendo la pereza) la íntima conexión que se da entre “los misterios totales de la Eucaristía”, entre la celebración de la eucaristía, la reserva eucarística fuera de la misa, la adoración a la Hostia Santa, la comunión de los enfermos, la renovación de las formas consagradas reservadas en el tabernáculo, las bendiciones con el Santísimo, las procesiones eucarísticas y otras manifestaciones de culto a un único misterio.

Trento propone la doctrina de la fe con estas palabras: inmediatamente después de la consagración está el verdadero cuerpo de Nuestro Señor y su verdadera sangre juntamente con su alma y divinidad bajo la apariencia del pan y del vino; ciertamente el cuerpo, bajo la apariencia del pan, y la sangre, bajo la apariencia del vino en virtud de las palabras; pero el cuerpo mismo bajo la apariencia del vino y la sangre bajo la apariencia del pan y el alma bajo ambas, en virtud de aquella natural conexión y concomitancia por la que se unen entre sí las partes de Cristo Señor que resucitó de entre los muertos para no morir más [Rom. 6, 5]; la divinidad, en fin, a causa de aquella su maravillosa unión hipostática con el alma y con el cuerpo [Can. 1 y 3]. Por lo cual es de toda verdad que lo mismo se contiene bajo una de las dos especies que bajo ambas especies. Porque Cristo, todo e íntegro, está bajo la especie del pan y bajo cualquier parte de la misma especie, y todo igualmente está bajo la especie de vino y bajo las partes de ella [Can. 3]. (Denz.1545-1563, 876 ).


Se da una razón explicativa para colegir que desde una presencia de “cuerpo de Cristo” y de otra presencia de “sangre de Cristo” se llega a la presencia de Cristo entero bajo ambas especies: en virtud de aquella natural conexión y concomitancia por la que se unen entre sí las partes de Cristo Señor que resucitó de entre los muertos para no morir más (ut supra). Esta razón la empleó ya en el siglo XIII Tomás de Aquino, llamándola “real concomitancia”[1], que consiste en lo siguiente: “si dos cosas están realmente unidas entre sí, donde esté una de ellas está la otra”[2]. Esta argumentación (ratio theologica) la empleó el Aquinate también para cuestiones trinitarias: por real concomitancia, por ejemplo, donde está una divina Persona también lo están las otras Dos.[3] Santo Tomás establece una distinción entre la fuerza de las palabras de la consagración eucarística (que haría presente solamente el Cuerpo o la Sangre de Cristo como términos de la conversión) y la fuerza de la real concomitancia que haría presente a Cristo entero (cuerpo, sangre, alma y divinidad ) bajo los accidentes de pan y vino porque donde está el Cuerpo de Cristo Resucitado está su Sangre, su Alma y su Divinidad y donde está su Sangre está su Cuerpo, su Alma y su Divinidad. El Concilio de Trento recoge esta doctrina empleando la palabra “especies” en vez de “accidentes”. Sin embargo, es importante distinguir entre el contenido firme y permanente de la fe (en este caso, la presencia de Cristo entero bajo las dos especies eucarísticas) y lo que es una razón argumentativa para facilitar una cierta comprensión del misterio creído (en este caso, el argumento de la real concomitancia). Hay que señalar que una buena parte de la teología católica más reciente evita usar el argumento de la “real concomitancia” al dar cuenta de lo que es indiscutible para la fe católica; suelen alegar razones de tipo bíblico y patrístico. También hay que señalar que el Catecismo de la Iglesia Católica no menciona la “real concomitancia” al exponer la doctrina de la fe de siempre: El modo de presencia de Cristo bajo las especies eucarísticas es singular. Eleva la Eucaristía por encima de todos los sacramentos y hace de ella "como la perfección de la vida espiritual y el fin al que tienden todos los sacramentos" En el santísimo sacramento de la Eucaristía están "contenidos verdadera, real y substancialmente el Cuerpo y la Sangre junto con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, y, por consiguiente, Cristo entero". "Esta presencia se denomina «real», no a título exclusivo, como si las otras presencias no fuesen «reales», sino por excelencia, porque es substancial, y por ella Cristo, Dios y hombre, se hace totalmente presente"[4].

Me parece que la noción misma de “real concomitancia” responde a un sentido de la realidad muy fuerte; se trata de una noción más que de un concepto, puede entenderse en diversos sentidos análogos y es útil para ilustrar muchos aspectos de la fe y de la vida espiritual. El nervio conductor de este trabajo va a ser precisamente la noción de real concomitancia aplicada a la Presencia de Cristo en la Hostia Santa (o en el Cáliz consagrado). No ha sido muy frecuente el recurso a esta argumentación para enriquecer reflexivamente el contenido de nuestra fe ante el Santísimo Sacramento pero puede intentarse, yendo siempre de la mano del Magisterio, de los textos litúrgicos, de la vida eucarística de los santos.


3. Cómo subsisten Cristo y su Acontecimiento en una unidad permanente[5]

El Catecismo de la Iglesia Católica hace un aporte de gran interés: todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente.[6] Todo lo que Jesús "hizo y padeció" participa de la eternidad divina. Esta afirmación requiere más atención. La existencia humana de Jesús se desplegó en el tiempo, en una secuencia de momentos distintos, desde la primera infancia hasta su agonía en la Cruz. En nuestra condición humana y caduca todos los momentos del pasado se desvanecen y sólo se vive el momento presente, pero en el caso de Cristo es distinto por razón de la Persona. En frase oída al profesor Antonio Aranda en una conferencia, "Cristo en su Ascensión al Cielo llevó consigo toda su historia". No podemos imaginarlo, pero es necesario aceptar que el Niño Jesús, cuya imagen besan con piedad los fieles en Navidad, es una realidad celeste, como lo es el Cristo de la agonía en cuyas llagas buscan refugio los atribulados, como lo es el Rey de la Gloria. ¿Cómo pueden estar entre sí conectados en una unidad personal una multitud de momentos distintos y simultáneos? Ya hemos mencionado la cohesión que otorga el Verbo Eterno, la Persona divina del Hijo, a toda la naturaleza humana de Cristo realizada en una multitud de actos y padecimientos. También el Espíritu Santo, uno e idéntico numéricamente, está en cada momento histórico de la Humanidad Santísima de Cristo.
Si un Santo Padre dijo que "el Espíritu es el lugar de los santos", con cuánta más razón se puede decir que el Espíritu es el lugar en el que se da toda la vida de un santo; es decir, es el lugar en el cual se despliega toda la vida de un solo santo. En el caso de Cristo humano la secuencia de momentos vividos está unificada en el Verbo y en el Espíritu en el seno del Padre y esa unidad inefable "participa de la eternidad divina" . Este presente permanente de todo lo pasado está recogido, por ejemplo, en Rm 8, 34: ¿Quién condenará? ¿Cristo Jesús, el que murió, más aún, el que fue resucitado, el que asimismo está a la derecha de Dios, el que incluso intercede por nosotros? . En 1 Jn 2, 1: Hijitos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero si alguno peca, tenemos un abogado ante el Padre: Jesucristo, el justo. Quizá el testimonio más impresionante es Hbr 7, 25: Por esto puede también salvar perfectamente a los que se acercan a Dios a través de Él, ya que vive siempre para interceder por nosotros. El tiempo humano transcurre aquí en la tierra y esa presencia del Misterio de Cristo es inadvertida por la mayoría de los hombres; en todo caso, se habla de acontecimientos controvertidos que ocurrieron hace unos dos mil años y que ha dejado una profunda huella cultural en la humanidad. Sin embargo, las palabras del CCE son rotundas: domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente.
No somos capaces de imaginar cómo la Persona del Verbo posea de un modo real y simultáneo todos sus actos vividos o padecidos en su naturaleza humana, porque nuestra experiencia es la propia de personas simplemente humanas, pero la fe, el sentido de toda la liturgia, el testimonio vivo de los santos nos hablan de esa unidad de Cristo y su Acontecimiento completo, de un modo semejante (puesto que se trata de una participación) a como Dios en cuanto Dios goza de esa posesión total y simultánea de una vida perfecta e inacabable que Boecio llamaba eternidad . El Verbo en cuanto Dios es eterno sin más, pero la historia humana del Verbo participa de esa eternidad. Esos son los términos del Catecismo de la Iglesia Católica. Por tanto, cualquier momento de Cristo en la tierra “se mantiene permanente presente”, más allá de este tiempo y de este espacio; de este tiempo que a nosotros se nos va de entre las manos y nos separa de nuestro propio pasado; de este espacio que a nosotros nos limita y nos separa de los demás. Nos ayuda a entender algo más del misterio de Cristo si consideramos que la totalidad de su vida en la tierra está orientada a los que Él llama “su hora”[7]. La “hora” de Jesús es la hora de su expiración voluntaria y amorosa en la Cruz que es también el momento de su tránsito al Padre: Padre en tus manos entrego mi Espíritu[8]. De ese trance dice el Catecismo: Cuando llegó su hora, vivió el único acontecimiento de la historia que no pasa: Jesús muere, es sepultado, resucita de entre los muertos y se sienta a la derecha del Padre "una vez por todas" (Rm 6, 10; Hb 7,27; 9,12). Es un acontecimiento real, sucedido en nuestra historia, pero absolutamente singular: todos los demás acontecimientos suceden una vez, y luego pasan y son absorbidos por el pasado. El misterio pascual de Cristo, por el contrario, no puede permanecer solamente en el pasado, pues por su muerte destruyó a la muerte (...)[9].
Podríamos reclamar con fe humilde algo más de inteligibilidad ante el hecho de que en “una hora” se pueda condensar la totalidad de la peripecia divino-humana de Cristo, desde su concepción virginal en el seno de María hasta su exaltación en la gloria. Es así por la unidad de sentido de todos los momentos de Cristo. Se encarnó “por nuestra salvación” profesamos en el Credo; con las palabras de un salmo (“me diste un cuerpo y he aquí que vengo a cumplir tu voluntad”) resume la Carta a los Hebreos la irrupción de Cristo en este mundo[10]; Cristo murió “por nuestros pecados”; resucitó “para nuestra justificación”, en resumen: por nosotros vivió, murió y resucitó. Esa unidad de sentido desde el principio hasta el final permite afirmar que el Misterio Pascual de Cristo es la culminación de su Encarnación.[11] Todos los momentos de Cristo no constituyen una mera sucesión de acontecimientos, como a veces ocurre con nuestra vida dispersa e inconexa, sino que constituyen en su conjunto un único Acontecimiento que encuentra su mayor densidad de contenido en la Muerte y Resurrección. Una vez destruida la muerte con su muerte, esa totalidad de Sujeto, acciones y padecimientos que llamamos el Acontecimiento Cristo, permanece para siempre: Cristo, con todo lo que vivió y sufrió por nosotros de una vez por todas, permanece presente para siempre "ante el acatamiento de Dios en favor nuestro" (Hb 9,24).[12]




4. El principio de la “real concomitancia” en el contenido de la Eucaristía

El principio de la “real concomitancia” es aplicable al contenido de lo que se hace presente a la fe en el Pan consagrado y en el Vino consagrado durante la santa misa. Creemos que bajo ambas especies o apariencias se contiene “verdadera, real y substancialmente el Cuerpo, la Sangre, el alma y la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo”. Como nos enseña el Himno eucarístico Adorote devote ante esa inefable Presencia son inútiles la vista, el gusto, el tacto; sólo la fe (que es comunicada externamente por el oído) conoce, cree y adora esa Presencia. La vista, el gusto y el tacto nos sirve sólo para captar unos signos externos que, a su vez, indican y señalan una Presencia oculta, solamente percibida por la fe y en la fe. Quien está presente es la Persona Cristo en su totalidad de Verbo eterno humanado. Santo Tomás emplea una frase de gran precisión y fuerza: “El Verbo se hizo carne, es decir hombre: como si el mismo Verbo fuera personalmente hombre”.[13] En la Hostia Santa no sólo están el Cuerpo o la Sangre como partes de una realidad corpórea, sino que está la totalidad de la Humanidad Santísima de Cristo Resucitado (cuerpo y alma) cuya única Persona es el Verbo. Adoramos la Persona de Cristo en su realidad divina y humana, inseparables, Adoramos a Jesús muerto y resucitado. Adoramos al único Cristo, uno en sí mismo y único, no multiplicable, no movido de acá para allá, no distinto de sí mismo en este sagrario o en aquel otro, no distinto de sí mismo cuando comulga esta persona o aquella otra, no distinto de sí mismo cuando se celebra una misa ahora, o ayer o mañana, no distinto de sí mismo cuando se fracciona la sagrada forma. Siempre se trata del mismo y único Cristo que se nos ofrece bajo las apariencias sensibles de la Eucaristía. Por ello es muy adecuada la expresión de Cristo Sacramentado o Jesús Sacramentado que no significa otro Cristo distinto del Único, sino el mismo y único Cristo que se nos da de un modo sacramental, in mysterio, oculto a los sentidos, aunque significado por gestos, palabras y realidades materiales y humanas. Esos gestos y palabras sacerdotales junto con ese pan y ese vino se multiplican aquí o allí, hoy y mañana, pero significan y “producen” siempre una Única Presencia del Único Cristo que se ofrece al Padre por nosotros, cooperando el Espíritu Santo; que se nos da como comida y bebida espirituales.

Podríamos considerar la presencia de la Persona de Cristo de un modo abstracto, como una parte separada de una unidad más completa, pero, entonces, estaríamos elucubrando, diseccionando la realidad quizá para entenderla un poco mejor. La realidad es que en Cristo no cabe separar la Persona de su historia divino-humana; no cabe separar la Persona del Acontecimiento. Una vez más citamos la frase del Catecismo: todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente.[14] El “Cristo entero” al que se refiere la doctrina de la fe cuando habla de la presencia de Jesús bajo las dos especies eucarísticas puede legítimamente entenderse de modo que en el “entero” esté incluido el Acontecimiento en virtud de la “real concomitancia” que tenemos presente desde el principio de ese artículo. Es verdad que el Magisterio jamás ha enseñado que en la Hostia Santa está Jesús recién nacido en Belén, Jesús Niño en Egipto, Jesús adolescente en el Templo de Jerusalén, Jesús predicando en las sinagogas de Galilea, Jesús del Calvario, Jesús Resucitado hablando con la Magdalena, Jesús sentado a la derecha del Padre. El lenguaje de la fe es más sobrio y sintético: en la Sagrada Eucaristía está verdadera, real y substancialmente presente el mismo Cristo que fue concebido virginalmente de la Virgen Santísima, padeció bajo el poder de Poncio Pilato muerte de Cruz por nuestros pecados, resucitó al tercer día, subió a los cielos, está sentado a la derecha de Dios Padre y vendrá a juzgar a vivos y a muertos. Ante la Hostia Santa podemos contemplar con los ojos de la fe cualquier momento de Cristo y podemos descubrir, con la ayuda del Maestro que llama, nuestra implicación en cada una de las palabras y gestos de Jesús. Se trata de algo muy experimentado por los santos: Os diré que para mí el Sagrario ha sido siempre Betania, el lugar tranquilo y apacible donde está Cristo, donde podemos contarle nuestras preocupaciones, nuestros sufrimientos, nuestras ilusiones y nuestras alegrías, con la misma sencillez y naturalidad con que le hablaban aquellos amigos suyos, Marta, María y Lázaro. Por eso, al recorrer las calles de alguna ciudad o de algún pueblo, me da alegría descubrir, aunque sea de lejos, la silueta de una iglesia; es un nuevo Sagrario, una ocasión más de dejar que el alma se escape para estar con el deseo junto al Señor Sacramentado.[15]

Quizá la palabra implicación sea adecuada para expresar la razón última de la Eucaristía que es el Amor infinito de Dios a los hombres. Tomad y comed...mi Cuerpo entregado por vosotros..Tomad y bebed...mi Sangre derramada por vosotros. En la Eucaristía, Jesús se nos da y nos llama, nos interpela. Con la ayuda del Espíritu Santo seremos capaces de conocernos a nosotros mismos en Cristo Nuestro Señor que se nos da en la Eucaristía. La Eucaristía es el lugar más adecuado para encontrar o volver a encontrar nuestra propia vocación personal. En palabras del Papa: La Eucaristía constituye el momento culminante en el que Jesús, al darnos su Cuerpo inmolado y su Sangre derramada por nuestra salvación, descubre el misterio de su identidad e indica el sentido de la vocación de cada creyente. En efecto, el significado de la vida humana está todo en aquel Cuerpo y en aquella Sangre, ya que por ellos nos han venido la vida y la salvación. Con ellos debe, de alguna manera, identificarse la existencia misma de la persona, la cual se realiza a sí misma en la medida en que sabe hacerse, a su vez don para todos.[16]

5. Tiempo y eternidad en la Eucaristía

Sabemos que en la celebración (Santa Misa) la eternidad entra en el tiempo, o mejor quizá, somos elevados a la eternidad porque participamos de la liturgia celestial.
Utilizando una expresión dedicada a la liturgia sabática judía, la Eucaristía es "gustar la eternidad en el tiempo" (A. J. Heschel). Como Cristo vivió en la carne permaneciendo en la gloria de Hijo de Dios, así la Eucaristía es presencia divina y trascendente, comunión con lo eterno, signo de la "compenetración de la ciudad terrena y la ciudad celeste" (Gaudium et spes, 40). Por su naturaleza, la Eucaristía, memorial de la Pascua de Cristo, introduce lo eterno y lo infinito en la historia humana.[17]

Pertenece a la doctrina de la fe la conexión esencial entra las palabras de la consagración y la conversión eucarística del pan y el vino. Los Padres de la Iglesia afirmaron con fuerza la fe de la Iglesia en la eficacia de la Palabra de Cristo y de la acción del Espíritu Santo para obrar esta conversión.[18] Sólo ahí se da una coincidencia concreta, una parcela excepcional, en la que la eternidad y el tiempo coinciden. Pero si atendemos al tiempo de la celebración que precede o que sigue a las palabras consecratorias, no podemos decir que “ahora” (según mi reloj de este tiempo del mundo) está dándose tal o cual momento del Acontecimiento Cristo. No podemos decir que “ahora” conmemoramos y se hace presente su Nacimiento, su oración de Gethsemaní, su Agonía, su Resurrección... Esta idea la expresa con lucidez F.M. Arocena: Si imaginamos la Historia de la Salvación como una larga línea que se desarrolla en el tiempo, podemos indicar aquello que “ya” se ha realizado con una línea continua que llega hasta el momento presente, y lo que “todavía no” ha acontecido, aquello que esperamos que se cumpla, con un trazo discontinuo que puede interrumpirse en cualquier instante, ya que ignoramos cuándo vendrá el Señor. Si nos preguntamos qué lugar ocupa la Eucaristía en la Historia de la Salvación y en qué punto de la línea debemos situarla, la respuesta es que no ocupa un lugar concreto, sino que la ocupa enteramente. La Eucaristía es coextensiva a la Historia de la Salvación: toda ella está presente en la Eucaristía y la Eucaristía está presente en toda la Historia de la Salvación[19]

La misma variedad de ritos legítimos conservados en el interior de la Iglesia, a través de los tiempos, demuestra que la riqueza del Misterio de Cristo es inagotable y a fortiori lo es su celebración en el seno de la Iglesia. Hay una cierta complementariedad en esa diversidad de ritos sin que ninguno de ellos, en singular, agote la insondable riqueza del Misterio. Por esta razón la Iglesia exhorta a la conservación de todos los ritos legítimos: El sacrosanto Concilio, ateniéndose fielmente a la tradición, declara que la Santa Madre Iglesia atribuye igual derecho y honor a todos los ritos legítimamente reconocidos y quiere que en el futuro se conserven y fomenten por todos los medios. Desea, además, que, si fuere necesario, sean íntegramente revisados con prudencia, de acuerdo con la sana tradición, y reciban nuevo vigor, teniendo en cuenta las circunstancias y necesidades de hoy.[20] Hay diversidad de acentos en las distintas celebraciones de la única Eucaristía; hay matices distintos en la lógica celebrativa; todo ello, sin embargo, nunca daña la unidad de la fe sino, que por el contrario, manifiesta su riqueza.[21]

En la celebración de la Eucaristía (Santa Misa) nuestro tiempo terreno cede el paso a la eternidad. Se comprende el sentir de un enamorado de la Eucaristía: Es tanto el Amor de Dios por sus criaturas, y habría de ser tanta nuestra correspondencia que, al decir la Santa Misa, deberían pararse los relojes. [22] El Acontecimiento Cristo, cuyo corazón es el Misterio Pascual, desaloja, por decirlo de algún modo, la intervención humana. Podríamos hablar de un “tiempo eucarístico” durante el cual la Trinidad Santa tiene toda la iniciativa. Ese “tiempo eucarístico” no se circunscribe y limita al altar y a la duración de la Santa Misa. Si algunas formas consagradas son llevadas a un Sagrario para su reserva, llevan consigo “ese tiempo eucarístico”, no dejan de ser parte de una misa ya celebrada, empieza a ser también parte de otra misa en la que serán sumidas o, en todo caso, se reservan para ser dadas en Comunión eucarística a enfermos o a ausentes. Mientras tanto, el Misterio Eucarístico es adorado por los fieles delante del Sagrario o Tabernáculo. Un ejemplo tomado de la experiencia puede ayudar a expresar esta idea. Imaginemos una proyección en vídeo de un acontecimiento grabado anteriormente. Se suceden escenas, secuencias, diálogos, primeros planos de distintas personas, De pronto, alguien manifiesta interés en observar mejor un detalle o un rostro; basta parar, retroceder, volver a reproducir y, justo, cuando llega la escena buscada se pulsa la tecla Pause. La imagen se para y permanece detenida el tiempo que queramos; luego se vuelve a presionar Play y se reemprende la visión de la cinta de un modo normal. Con la debida proporción, puede afirmarse que la Hostia Santa reservada en el Sagrado es como una pausa entre una misa y la comunión en otra misa; es decir, se encuentra dentro del “tiempo eucarístico”. Si meditamos las palabras de himnos venerables que fueron compuestos para ser cantados ante la Hostia Santa comprobamos esa conexión no interrumpida entre la Santa Misa y el Sacramento fuera de la Misa. En el Adoro te devote cantamos: O memoriale mortis Domini , (oh memorial de la muerte del Señor). La inmolación redentora de Cristo es cantada ante el Santísimo: Pange lingua gloriosi/ Corporis Mysterium/Sanguinisque pretiosi/ quem in mundi pretium/ fructus ventris generosi/ Rex effudit gentium. (Canta, lengua, del glorioso Cuerpo el sagrado misterio y de la Sangre preciosa que, del mundo en rico precio, derramó el Rey de las gentes, fruto del más noble seno). Un compendio de todo el Misterio eucarístico está contenido en una estrofa del s. XIII: O sacrum convivium/ in quo Christus summitur/ recolitur memoria Passionis eius/ mens impletur gratia/ et futurae gloriae/ nobis pignus datur. (¡Oh, sagrado banquete! En el que se recibe a Cristo, se recuerda la memoria de su Pasión, el alma se colma de gracia y se nos da la prenda de la gloria futura). Del siglo XIV procede esta letra: Ave, verum Corpus,natum/ de Maria Virgine/ Vere passum, inmolatum/ in Cruce pro homine (Salve, verdadero Cuerpo nacido de María, la Virgen. Verdaderamente atormentado e inmolado en la Cruz por los hombres).

No es una presencia estática la de Cristo en la Hostia Santa: es la presencia de Cristo muerto y resucitado; es el Cordero del Apolalipsis “degollado y puesto en pie”; es Jesucristo el Justo que intercede de contínuo por nosotros. Su presencia es también presencia de un sacrificio perenne, de forma que no sólo cada año (como entre los judíos se hacía), sino también cada día, y hasta cada hora y cada instante, sigue ofreciéndose para nuestro consuelo, para que no dejemos de tener la ayuda más imprescindible .[23]

La “real concomitancia” de todo lo que es Cristo respecto a lo que es su Cuerpo o su Sangre permite entrever la densidad de presencia que Jesús ofrece a nuestra fe, a nuestra esperanza y a nuestro amor.[24]


6. La Santísima Trinidad nos concede el don de la Eucaristía y a través de Jesús Sacramentado edifica la Iglesia.

En una oración atribuida a Santo Tomás pedimos: Oh amantísimo Padre, concédeme que al recibir a tu Hijo Amado oculto, pueda contemplarlo finalmente para siempre con la faz desvelada. El que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo por los siglos de los sigos. Amén.[25] En la Eucaristía comunicamos con la Santísima Trinidad en cuyo seno tiene lugar el Acontecimiento Cristo. En esa misma oración, pedimos: Oh Dios lleno de mansedumbre, concédeme de tal modo recibir el Cuerpo de tu Hijo Unigénito, alumbrado por la Virgen María, que merezca ser incorporado a su cuerpo místico y ser contado entre sus miembros.[26] A través de la Eucaristía somos constituidos Cuerpo Místico de Cristo, Iglesia.

Quiero concluir citando una plegaria de adoración de Juan Pablo II ante Jesús Sacramentado porque en ella se contienen todos los elementos citados casi de pasada en este artículo.

Señor Jesús:
Nos presentamos ante ti sabiendo que nos llamas y que nos amas tal como somos.
«Tú tienes palabras de vida eterna y nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Hijo de Dios» (Jn. 6,69).
Tu presencia en la Eucaristía ha comenzado con el sacrificio de la última cena y continúa como comunión y donación de todo lo que eres.
Aumenta nuestra FE.Por medio de ti y en el Espíritu Santo que nos comunicas, queremos llegar al Padre para decirle nuestro SÍ unido al tuyo.
Contigo ya podemos decir: Padre nuestro.
Siguiéndote a ti, «camino, verdad y vida», queremos penetrar en el aparente «silencio» y «ausencia» de Dios, rasgando la nube del Tabor para escuchar la voz del Padre que nos dice: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo mi complacencia: Escuchadlo» (Mt. 17,5).
Con esta FE, hecha de escucha contemplativa, sabremos iluminar nuestras situaciones personales, así como los diversos sectores de la vida familiar y social.
Tú eres nuestra ESPERANZA, nuestra paz, nuestro mediador, hermano y amigo.
Nuestro corazón se llena de gozo y de esperanza al saber que vives «siempre intercediendo por nosotros» (Heb. 7,25).
Nuestra esperanza se traduce en confianza, gozo de Pascua y camino apresurado contigo hacia el Padre.
Queremos sentir como tú y valorar las cosas como las valoras tú. Porque tú eres el centro, el principio y el fin de todo.
Apoyados en esta ESPERANZA, queremos infundir en el mundo esta escala de valores evangélicos por la que Dios y sus dones salvíficos ocupan el primer lugar en el corazón y en las actitudes de la vida concreta.
Queremos AMAR COMO TÚ, que das la vida y te comunicas con todo lo que eres.
Quisiéramos decir como San Pablo: «Mi vida es Cristo» (Flp. 1,21).
Nuestra vida no tiene sentido sin ti.
Queremos aprender a «estar con quien sabemos nos ama», porque «con tan buen amigo presente todo se puede sufrir». En ti aprenderemos a unirnos a la voluntad del Padre, porque en la oración «el amor es el que habla» (Sta. Teresa).
Entrando en tu intimidad, queremos adoptar determinaciones y actitudes básicas, decisiones duraderas, opciones fundamentales según nuestra propia vocación cristiana.
CREYENDO, ESPERANDO Y AMANDO, TE ADORAMOS con una actitud sencilla de presencia, silencio y espera, que quiere ser también reparación, como respuesta a tus palabras: «Quedaos aquí y velad conmigo» (Mt. 26,38).
Tú superas la pobreza de nuestros pensamientos, sentimientos y palabras; por eso queremos aprender a adorar admirando el misterio, amándolo tal como es, y callando con un silencio de amigo y con una presencia de donación.
El Espíritu Santo que has infundido en nuestros corazones nos ayuda a decir esos «gemidos inenarrables» (Rom. 8,26) que se traducen en actitud agradecida y sencilla, y en el gesto filial de quien ya se contenta con sola tu presencia, tu amor y tu palabra.
En nuestras noches físicas y morales, si tú estás presente, y nos amas, y nos hablas, ya nos basta, aunque muchas veces no sentiremos la consolación.
Aprendiendo este más allá de la ADORACIÓN, estaremos en tu intimidad o «misterio». Entonces nuestra oración se convertirá en respeto hacia el «misterio» de cada hermano y de cada acontecimiento para insertarnos en nuestro ambiente familiar y social y construir la historia con este silencio activo y fecundo que nace de la contemplación.
Gracias a ti, nuestra capacidad de silencio y de adoración se convertirá en capacidad de AMAR y de SERVIR.
Nos has dado a tu Madre como nuestra para que nos enseñe a meditar y adorar en el corazón. Ella, recibiendo la Palabra y poniéndola en práctica, se hizo la más perfecta Madre.
Ayúdanos a ser tu Iglesia misionera, que sabe meditar adorando y amando tu Palabra, para transformarla en vida y comunicarla a todos los hermanos.Amén.


Madrid, 5 de marzo de 2002

Jorge Salinas Alonso











[1] Ad primum ergo dicendum quod, quia conversio panis et vini non terminatur ad divinitatem vel animam Christi, consequens est quod divinitas vel anima Christi non sit in hoc sacramento ex vi sacramenti, sed ex reali concomitantia. Quia enim divinitas corpus assumptum nunquam deposuit, ubicumque est corpus Christi, necesse est et eius divinitatem esse. Et ideo in hoc sacramento necesse est esse divinitatem Christi concomitantem eius corpus. Unde in symbolo Ephesino legitur, participes efficimur corporis et sanguinis Christi, non ut communem carnem percipientes, nec viri sanctificati et verbo coniuncti secundum dignitatis unitatem, sed vere vivificatricem, et ipsius verbi propriam factam. Anima vero realiter separata fuit a corpore, ut supra dictum est. Et ideo, si in illo triduo mortis fuisset hoc sacramentum celebratum, non fuisset ibi anima, nec ex vi sacramenti nec ex reali concomitantia. Sed quia Christus resurgens ex mortuis iam non moritur, ut dicitur Rom. VI, anima eius semper est realiter corpori unita. Et ideo in hoc sacramento corpus quidem Christi est ex vi sacramenti, anima autem ex reali concomitantia (STh III, q. 76, a. 1 ad 1)

[2] Si enim aliqua duo sunt realiter coniuncta, ubicumque est unum realiter, oportet et aliud esse, sola enim operatione animae discernuntur quae realiter sunt coniuncta. (STH III, q.76, a. 1 ad 1)

[3] sed intelligitur in nomine Christi Spiritus Sanctus ratione concomitantiae, quia ubicumque est Christus, est Spiritus Christi, sicut ubicumque est Pater, est Filius (Contra errores graecorum, pars 1, cap. 13)
[4] CCE, n. 1374
[5] Este tema está desarrollado en otro artículo titulado: La Presencia del Acontecimiento Cristo, file:///c:/webt/
[6] CCE n. 1085
[7] Jn 2, 4; 12, 27
[8] Lc 23, 46
[9] CCE n. 1085
[10] Hb 10, 7
[11] cfr CEE n.
[12] CCE n. 519
[13] Verbum caro factum est,id est homo: quasi ipsum Verbum personaliter sit homo (Quaestiones disputatae V, de unione Verbi Incarnati,a.1)

[14] CCE n. 1085


[15] Beato Josemaría: Es Cristo que pasa, 154.
[16] Mensaje del Papa para la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones (12-05-2000)
[17] Juan Pablo II:
[18] CCE 1375
[19] F.M. Arocena, En el corazón de la liturgia, Madrid 1999, p. 415.
[20] Conc. Vaticano II: Const. Sacrosanctum concilium, n. 4)
[21] Después de la celebración de la Eucaristía en la Basílica de San Pedro en el Jubileo Santo del 2000, el Papa dijo a los asistentes: La celebración que acabáis de realizar según vuestro antiguo y venerable rito hispano-mozárabe se une en este Año santo a la serie de celebraciones jubilares tenidas en Roma en los diversos ritos y tradiciones litúrgicas de la Iglesia, tanto del Oriente como del Occidente. Con ellas se ha puesto claramente de relieve la unidad de la fe católica en la diversidad legítima de sus múltiples expresiones históricas y geográficas. (Discurso del Santo Padre Juan Pablo II a diferentes grupos de peregrinos jubilares y de la archidiócesis de Toledo, 16 de diciembre de 2000).


[22] Beato Josemaría: Forja 436
[23] Del comentario de san Juan Fisher, obispo y mártir, sobre los salmos. Salmo 129: Opera omnia, edición 1579, p. 1610
[24] Santo Tomás dice de un modo rotundo que en altar por la fuerza del sacramento está la substancia del Cuerpo de Cristo; los accidentes de Cristo están también, a) de un modo concomitante, por concomitancia real , b) quasi per accidens y, c) no según su modo natural, sino per modum substantiae. Es verdad que el Aquinate se limita a sacar todas las consecuencias considerando el caso particular de la cantidad extensiva: Ad primum ergo dicendum quod modus existendi cuiuslibet rei determinatur secundum illud quod est ei per se, non autem secundum illud quod est ei per accidens, sicut corpus est in visu secundum quod est album, non autem secundum quod est dulce, licet idem corpus sit album et dulce. Unde et dulcedo est in visu secundum modum albedinis, et non secundum modum dulcedinis. Quia igitur ex vi sacramenti huius est in altari substantia corporis Christi, quantitas autem dimensiva eius est ibi concomitanter et quasi per accidens, ideo quantitas dimensiva corporis Christi est in hoc sacramento, non secundum proprium modum, ut scilicet sit totum in toto et singulae partes in singulis partibus; sed per modum substantiae, cuius natura est tota in toto et tota in qualibet parte. (STh IIIª q. 76 a. 4 ad 1)
Una de las consecuencias es la siguiente: de ningún modo está el Cuerpo de Cristo “localizado” en este sacramento (Unde nullo modo corpus Christi est in hoc sacramento localiter :STh IIIª q. 76 a. 5 co). La extensión del pan no pasa a ser la extensión de Cristo, sino que sigue siendo extensión de pan, captada por los sentido y signo cierto de que nos encontramos ante una presencia substancial del Cuerpo de Cristo, presencia que por sí misma no cae bajo la percepción sensible de los hombres.

Si aplicamos con rigor la lógica tomista podríamos repetir el razonamiento con otros accidentes de la substancia aparte de la cantidad; por ejemplo,los accidentes propios de la cualidad. Santo Tomás afirma que cualquier mutación que no altere la substancia inhiere en ella de un modo accidental, sea por vía de cantidad o por vía de cualidad. Todos los acta et passa Christi pertenecen, desde una visión metafísica, al orden accidental; por tanto, están presentes con la substancia del Cuerpo de Cristo de un modo concomitante, quasi per accidens, per modum substantiae no según su modo natural (aliqua vero mutatio in qua variatur illud quod inest rei accidentaliter, scilicet quantitas vel qualitas, ut patet in motu augmenti et alterationis; aliqua vero mutatio est quae pertingit usque ad formam substantialem, sicut generatio et corruptio :In libros Sententiarum In IV Sententiarum Distinctio 11 Artículus 3ª, CO)









[25] O amantissime Pater, concede mihi dilectum Filium tuum, quem nunc velatum in via suscipere propono, revelata tandem facie perpetuo contemplari: Qui tecum vivit et regnat in unitate Spiritus Sancti, Deus, per omnia saecula saeculorum. Amen
[26] O mitissime Deus, da mihi Corpus unigeniti Filii tui, Domini nostri, Iesu Christi, quod traxit de Virgine Maria, sic suscipere, ut corpori suo mystico merear incoporari, et inter eius membra connumerari